Así
lo dice el Pepe Mujica, y a mí me da por pensar en mi casita de tres piezas,
fácil de barrer y limpiar, donde el calor de uno es calor del otro.
No
tengo un auto, ni cuentas en el banco, ni propiedades que avalen mi
“afortunada” condición. Quince años atrás mis hijas solían comparar
nuestro hogar con el de los tres cerditos: no el de ladrillos, con rejas y
chimenea; sino el de ramas y paja, endeble refugio contra el lobo feroz.
Era
el final de los noventa y poco, o nada, quedaba para dedicar a la arquitectura.
Los matrimonios jóvenes tenían la opción de vivir en casa de mamá, especie de
condena para la esposa, o en el cubil de la suegra, entidad permanente del bien
y del mal, diseñada para acelerar el estrés de aquellos tiempos. Era
mejor la opción de la pequeña morada, donde las reglas familiares se aprendían
sobre la marcha a fuerza de aciertos y desaciertos.
Cocina
de carbón, o estufa adaptada para trabajar con diesel, profesión alternada con
la agricultura doméstica, un carro de caballos por transporte y hacer
economías, ni pensarlo.
Pasamos
vicisitudes y mucho más, pero nunca se nos ocurrió aquello de , ser
pobres. Y es que la miseria incluye degradaciones que no comulgan con lo que
solemos llamar, cultura de resistencia; esa que incluye austeridad, necesidades
por satisfacer e innovaciones que garantizan la supervivencia.
Año
1993- el más difícil- y mi abuela sirve la mesa: sobrio menú compuesto por
harina de maíz, yuca sin grasa y una tostada de pan de boniato. Dos lagrimones
corren por mis imberbes mejillas, aprieto el cinturón y empuño la cuchara. Ese
año, de tanta sequía, ni el arroz creció. Los meteorólogos culparon al fenómeno
de, El Niño; yo lo achaqué, “a la pobreza”.
_ ¡Ni
se te ocurra decir eso otra vez!- dijo mi abuela hecha una furia- ¡Con
Batista era peor!
Y
sus palabras incomprendidas, hoy encierran una esencia que sin falta debemos
propalar.
El
viejo Rungo sentenciaba, “Tu familia vivía mejor en el otro gobierno.
Tenía vacas, sembrados y algún dinero”.
Fui
a la carpintería de mi abuelo y lancé la pregunta.
_ Sí,
es verdad, teníamos vacas, puercos y sembrados; y que la tierra era nuestra,
pero no teníamos ni un poquito así de dignidad.
Entonces
me contó una historia.
_ Yo
estaba arando, casi pegado a la casa, dejé un momento la yunta para almorzar, y
los vi venir: dos camiones repletos de casquitos y un jeep con oficiales. Solté
el plato y me lancé a los bueyes, ¡Para ni verlos! pero ya estaban arriba de
mí. “No te asustes porque veas guardias”, dijo uno, y yo, de bocón con mil
razones le solté: “Yo no me asusto ni con todo el ejército de
Batista”. No me cargaron para el cuartel y me molieron a palos
porque uno de ellos era de la zona. En el paso del río se encontraron con
mi padre, y lo humillaron. Buscaban a los barbudos de Pica Pica y estaban
furiosos.
_ ¿Y
eso qué tiene que ver con la pobreza?- pregunté.
_ Parece
mentira- dijo en tono de reproche- hoy estamos mal y comemos harina
pa´ almuerzo y comida, pero nadie viene a darnos con el plan del machete, ni a
maltratarnos. ¡Apréndelo bien, carajo, que tú eres de los nuevos de Fidel!
Quince
días después mi abuelo sufrió un accidente, estuvo muy grave y fui a visitarlo
al Hospital Provincial. Apenas lo distinguí entre la maraña de médicos,
cables y monitores. Me guiñó un ojo, acerqué mis labios a su oído y susurré:
_Pipo,
tenías razón, ni somos pobres, ni estamos tan mal.
Con
el tiempo mejoré las paredes de mi casa, también el techo, aunque conservo los
mismos metros cuadrados. La familia creció, ya somos cinco- incluyendo un yerno
que de vez en cuando se sienta a la mesa- Tengo varios empleos, suelo fregar
los platos a la hora del almuerzo- que ya no es harina de maíz, ni pan de
boniato- y cocino un pollo de primera; mi hija mayor se prepara para ingresar a
la universidad, la menor quiere ser médico y yo, obstinado como soy, y sin
necesidad de otras demostraciones, confirmo mi austeridad de a pie, esa que en
modo alguno, me hace pobre.