lunes, 23 de enero de 2017

No soy pobre



Así lo dice el Pepe Mujica, y a mí me da por pensar en mi casita de tres piezas, fácil de barrer y limpiar, donde el calor de uno es calor del otro.

No tengo un auto, ni cuentas en el banco, ni propiedades que avalen mi “afortunada” condición. Quince años atrás mis hijas solían  comparar nuestro hogar con el de los tres cerditos: no el de ladrillos, con rejas y chimenea; sino el de ramas y paja, endeble refugio contra el lobo feroz.

Era el final de los noventa y poco, o nada, quedaba para dedicar a la arquitectura. Los matrimonios jóvenes tenían la opción de vivir en casa de mamá, especie de condena para la esposa, o en el cubil de la suegra, entidad permanente del bien y del mal, diseñada para acelerar el estrés de aquellos tiempos.  Era mejor la opción de la pequeña morada, donde las reglas familiares se aprendían sobre la marcha a fuerza de aciertos y desaciertos.

Cocina de carbón, o estufa adaptada para trabajar con diesel, profesión alternada con la agricultura doméstica, un carro de caballos por transporte y hacer economías, ni pensarlo.

Pasamos vicisitudes  y mucho más, pero nunca se nos ocurrió aquello de , ser pobres. Y es que la miseria incluye degradaciones que no comulgan con lo que solemos llamar, cultura de resistencia; esa que incluye austeridad, necesidades por satisfacer e innovaciones que garantizan la supervivencia.

Año 1993- el más difícil- y mi abuela sirve la mesa: sobrio menú compuesto por harina de maíz, yuca sin grasa y una tostada de pan de boniato. Dos lagrimones corren por mis imberbes mejillas, aprieto el cinturón y empuño la cuchara. Ese año, de tanta sequía, ni el arroz creció. Los meteorólogos culparon al fenómeno de, El Niño; yo lo achaqué, “a la pobreza”.

_ ¡Ni se te ocurra decir eso otra vez!- dijo mi abuela hecha una furia- ¡Con Batista era peor!
Y sus palabras incomprendidas, hoy encierran una esencia que sin falta debemos propalar.
El viejo Rungo sentenciaba, “Tu familia vivía mejor en el otro gobierno. Tenía vacas, sembrados y algún dinero”.
Fui a la carpintería de mi abuelo y lancé la pregunta.

_ Sí, es verdad, teníamos vacas, puercos y sembrados; y que la tierra era nuestra, pero no teníamos ni un poquito así de dignidad.
Entonces me contó una historia.
_ Yo estaba arando, casi pegado a la casa, dejé un momento la yunta para almorzar, y los vi venir: dos camiones repletos de casquitos y un jeep con oficiales. Solté el plato y me lancé a los bueyes, ¡Para ni verlos! pero ya estaban arriba de mí. “No te asustes porque veas guardias”, dijo uno, y yo, de bocón con mil razones le solté: “Yo no me asusto ni con todo el ejército de Batista”.   No me cargaron para el cuartel y me molieron a palos porque uno de ellos era de la zona.  En el paso del río se encontraron con mi padre, y lo humillaron. Buscaban a los barbudos de Pica Pica y estaban furiosos.

_ ¿Y eso qué tiene que ver con la pobreza?- pregunté.
_ Parece mentira- dijo en  tono de reproche- hoy estamos mal y comemos harina pa´ almuerzo y comida, pero nadie viene a darnos con el plan del machete, ni a maltratarnos. ¡Apréndelo bien, carajo, que tú eres de los nuevos de Fidel!
Quince días después mi abuelo sufrió un accidente, estuvo muy grave y fui a visitarlo al Hospital Provincial. Apenas lo distinguí entre la maraña de médicos,  cables y monitores. Me guiñó un ojo, acerqué mis labios a su oído y susurré:
_Pipo, tenías razón, ni somos pobres, ni estamos tan mal.


Con el tiempo mejoré las paredes de mi casa, también el techo, aunque conservo los mismos metros cuadrados. La familia creció, ya somos cinco- incluyendo un yerno que de vez en cuando se sienta a la mesa- Tengo varios empleos, suelo fregar los platos a la hora del almuerzo- que ya no es harina de maíz, ni pan de boniato- y cocino un pollo de primera; mi hija mayor se prepara para ingresar a la universidad, la menor quiere ser médico y yo, obstinado como soy, y sin necesidad de otras demostraciones, confirmo mi austeridad de a pie, esa que en modo alguno, me hace pobre.

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