lunes, 23 de enero de 2017

En Mantua acto por el 121 aniversario del fin de la Invasión + fotos


La Plaza de Mangos de Roque fue el escenario del acto por el 121 aniversario  del fin de la Invasión de oriente a occidente, el 22 de enero de 1896.

Portadores de estandartes libertarios, los mambises del presente acompañaron al pueblo de la villa en el homenaje que recuerda el decisivo hecho de armas.

Las nuevas generaciones confirmaron la lección de unidad legada por aquella tropa, mezcla de negros, mulatos y blancos, capaces de materializar tan asombrosa proeza militar.

La voz del arte reflejó el arraigo del pueblo a sus tradiciones mambisas, y la huella inmortal del General Antonio en esta tierra del occidente pinareño.


Calificado como el hecho militar más brillante del siglo XIX en Cuba, la invasión marcó el declive del poderío militar español en la isla y la iniciativa permanente de las armas cubanas. 

Dos padres


(Tomado de TelePinar)

Empuñaba la cámara en medio de un concierto cuando mi abuelo falleció.
“¿Qué vas a hacer?”-  preguntó el mensajero.
“Terminar,  al viejo no le gustaría que deje el  trabajo a medias”
Pipo- como le llamábamos en casa - no toleraba las chapuzas. Campesino, músico y carpintero se las arregló para enseñarme a leer y a escribir a los cuatro años, y con las letras me inculcó una filosofía en la que no tienen cabida la informalidad, las falsas promesas y la injusticia, por leves que sean.
Plantó muchos naranjos en Sandino, y de allí trajo el gran perro criollo, amigo de mis correrías infantiles por los bosques de Santana.
No estuvo en las montañas del Escambray como muchos guajiros de Mantua; la orden fue quedarse a cargo de familias y cosechas, que eran misiones tan importantes para la naciente patria como disparar una metralleta checa contra los enemigos de su clase.
También sembró pinos en las lomas de, Cabeza de Horacio y la Fundora, y puede que haya estrechado la mano de Cofiño quien, por esos días, escribía su novela de mujeres y combates entre las gentes más humildes de la Isla.
El viejo estuvo en las trincheras cuando la crisis de octubre, asistió a la Segunda Declaración de La Habana,  aquel día luminoso de febrero, y me hizo crecer al  calor de sus leyendas con sabor a Revolución.
Guiado por su verbo, “disparé” mi rifle plástico contra los mercenarios  y “perseguí” bandidos en los potreros de la finca.
Un buen día llegó a casa con dos cuadros: un corazón de Jesús y la imagen de Fidel con boina miliciana, y sin ceremoniales- que nunca fue de esos-  los colocó en la pared de la sala. En silencio comprendimos su parábola respetuosa del linaje familiar, pleno de santos y promesas, y la sencilla devoción por el  libertador de la patria. 
Mis primeros “discursos” los lancé desde improvisado pódium con los taburetes de la abuela. El viejo y su sobrino, Ramoncito, dibujaban mi barba con carbón, me encasquetaban  una gorra verde olivo y colgaban de mi hombro el fusilito veintidós. Pipo miraba a todos  satisfecho y decía que, sin falta, “yo tenía que ser militar”.
Por eso su gran disgusto con mi decisión de estudiar lengua inglesa en la Universidad.
“¿Inglés?, ¿Y pa´qué? Eso es lo que hablan los yanquis”, y estuvo varios días “encasquillado” como solo él sabía.  Después lo comprendió todo, y dejó a un lado los prejuicios  naturales de quien vivió el abuso de los vejadores amarillos con armas Made in USA.
Enfermo, en una cama de hospital, le di un abrazo, y supe que era la última vez que lo veía con vida. Su sonrisa triste me hizo recordar cuánto dejé de preguntarle y las conversaciones que pospuse por mis prisas y asuntos “importantes”.

II

El 25 de noviembre se detuvo el corazón de Fidel. En casa dormíamos y mi hermano, desde Chile, me dio la noticia.
“¿Qué piensas hacer?- preguntó
Y la respuesta fue sencilla:

“Me voy al trabajo; allí es donde él me necesita ahora”.

No soy pobre



Así lo dice el Pepe Mujica, y a mí me da por pensar en mi casita de tres piezas, fácil de barrer y limpiar, donde el calor de uno es calor del otro.

No tengo un auto, ni cuentas en el banco, ni propiedades que avalen mi “afortunada” condición. Quince años atrás mis hijas solían  comparar nuestro hogar con el de los tres cerditos: no el de ladrillos, con rejas y chimenea; sino el de ramas y paja, endeble refugio contra el lobo feroz.

Era el final de los noventa y poco, o nada, quedaba para dedicar a la arquitectura. Los matrimonios jóvenes tenían la opción de vivir en casa de mamá, especie de condena para la esposa, o en el cubil de la suegra, entidad permanente del bien y del mal, diseñada para acelerar el estrés de aquellos tiempos.  Era mejor la opción de la pequeña morada, donde las reglas familiares se aprendían sobre la marcha a fuerza de aciertos y desaciertos.

Cocina de carbón, o estufa adaptada para trabajar con diesel, profesión alternada con la agricultura doméstica, un carro de caballos por transporte y hacer economías, ni pensarlo.

Pasamos vicisitudes  y mucho más, pero nunca se nos ocurrió aquello de , ser pobres. Y es que la miseria incluye degradaciones que no comulgan con lo que solemos llamar, cultura de resistencia; esa que incluye austeridad, necesidades por satisfacer e innovaciones que garantizan la supervivencia.

Año 1993- el más difícil- y mi abuela sirve la mesa: sobrio menú compuesto por harina de maíz, yuca sin grasa y una tostada de pan de boniato. Dos lagrimones corren por mis imberbes mejillas, aprieto el cinturón y empuño la cuchara. Ese año, de tanta sequía, ni el arroz creció. Los meteorólogos culparon al fenómeno de, El Niño; yo lo achaqué, “a la pobreza”.

_ ¡Ni se te ocurra decir eso otra vez!- dijo mi abuela hecha una furia- ¡Con Batista era peor!
Y sus palabras incomprendidas, hoy encierran una esencia que sin falta debemos propalar.
El viejo Rungo sentenciaba, “Tu familia vivía mejor en el otro gobierno. Tenía vacas, sembrados y algún dinero”.
Fui a la carpintería de mi abuelo y lancé la pregunta.

_ Sí, es verdad, teníamos vacas, puercos y sembrados; y que la tierra era nuestra, pero no teníamos ni un poquito así de dignidad.
Entonces me contó una historia.
_ Yo estaba arando, casi pegado a la casa, dejé un momento la yunta para almorzar, y los vi venir: dos camiones repletos de casquitos y un jeep con oficiales. Solté el plato y me lancé a los bueyes, ¡Para ni verlos! pero ya estaban arriba de mí. “No te asustes porque veas guardias”, dijo uno, y yo, de bocón con mil razones le solté: “Yo no me asusto ni con todo el ejército de Batista”.   No me cargaron para el cuartel y me molieron a palos porque uno de ellos era de la zona.  En el paso del río se encontraron con mi padre, y lo humillaron. Buscaban a los barbudos de Pica Pica y estaban furiosos.

_ ¿Y eso qué tiene que ver con la pobreza?- pregunté.
_ Parece mentira- dijo en  tono de reproche- hoy estamos mal y comemos harina pa´ almuerzo y comida, pero nadie viene a darnos con el plan del machete, ni a maltratarnos. ¡Apréndelo bien, carajo, que tú eres de los nuevos de Fidel!
Quince días después mi abuelo sufrió un accidente, estuvo muy grave y fui a visitarlo al Hospital Provincial. Apenas lo distinguí entre la maraña de médicos,  cables y monitores. Me guiñó un ojo, acerqué mis labios a su oído y susurré:
_Pipo, tenías razón, ni somos pobres, ni estamos tan mal.


Con el tiempo mejoré las paredes de mi casa, también el techo, aunque conservo los mismos metros cuadrados. La familia creció, ya somos cinco- incluyendo un yerno que de vez en cuando se sienta a la mesa- Tengo varios empleos, suelo fregar los platos a la hora del almuerzo- que ya no es harina de maíz, ni pan de boniato- y cocino un pollo de primera; mi hija mayor se prepara para ingresar a la universidad, la menor quiere ser médico y yo, obstinado como soy, y sin necesidad de otras demostraciones, confirmo mi austeridad de a pie, esa que en modo alguno, me hace pobre.