La
siguiente historia es ficticia,
cualquier
parecido con la realidad es pura coincidencia.
Como un autómata lo sigo hasta el lateral del cementerio.
_ Este lugar está en desarrollo-
dice. Aquí pretendemos hacer bóvedas,
porque la gente se muere más que nunca y las que hay, no alcanzan.
Al pasar toma de encima del muro
un pequeño segmento tubular, especie de llave casera que supuse abriría alguna
de las dependencias fúnebres.
En nuestro camino un sepulcro
recién abierto expide el terrible hedor de la muerte. Por respeto no llevo el
pañuelo a mi rostro, pero mi expresión
no pasa desapercibida para el
sepulturero.
_ Ayer desenterramos un cuerpo y la pestilencia se mantiene un par de
días.
_ ¿No rondan los animales?
_ Por increíble que parezca, no. Jamás se acercan a un nicho abierto.
Llegamos a un recinto de
unos quince metros cuadrados. La reja de barras aceradas está
cubierta por planchas de aluminio. Dueño de sus rutinas, el enterrador abre el
candado, gira el portón y me invita a mirar.
Pocas veces alguien común y corriente
se ha enfrentado a esta pesadilla.
Empaquetados en sacos de nylon
una docena de cadáveres yacen sobre el bronco suelo de cemento.
_ Son momias, - dice- como no
se descomponen; las ponemos aquí.
El transparente material deja
entrever los últimos rasgos humanos de aquellos cuerpos. Mandíbulas abiertas,
rostros de narices consumidas,
dentaduras amenazantes y cuencas que apuntan al vacío.
_ ¿Cómo es posible?
_ Suele ocurrir que se momifiquen.
_ ¿Esta es la única solución?
El enterrador se encoge de
hombros.
_ ¿Y los familiares?- pregunto.
_ La mayoría – dice señalando los cadáveres- no tienen. Otros son trasladados de conformidad con sus parientes.
Las ropas apenas existen; y las
pieles, cetrinas, consumidas,
apergaminadas, dibujan huesos, cartílagos y restos de músculos con
exactitud anatómica. De los cráneos
semidesnudos resbala el largo pelo de color impreciso.
Impresionan las cuerdas que atan
el nylon. Recuerdo un filme de terror en el que el asesino envolvía a las víctimas de igual manera.
_ ¿Y, cuánto tiempo estarán aquí?
_ Eso no lo sé. Depende…
_ ¿De qué?
_ De si se consumen o terminan por podrirse. El proceso suele tardar
años.
No quiero mirar, pero es
imposible evitarlo. “Es morboso estar
aquí”- pienso.
Desde la reja se puede mirar
dentro, el pedazo de zinc no es muy grande y, fácilmente se puede echar una
ojeada sin necesidad de entrar; y está a
apenas veinte metros de la acera.
El sepulturero lee mis
pensamientos.
_ Es lo que hay- dice.
_ Bien, es suficiente. Vamos.
_ Déjeme cerrar.
“¿Ausencia de humanidad, o un mal necesario?- pienso- ¿Cómo es posible que no tengan un palmo de
tierra donde ser sepultados?”
_ “Polvo eres y al polvo irás”- musita el funerario
Me despido, le doy la mano, pero
no consigo mirarle a los ojos. El sol es tenue y las gentes pasan por mi lado.
Van a sus asuntos sin imaginar que, muy cerca de ellos, un dantezco episodio los
acompaña. Seguramente alguno - incluso yo- terminará momificado, dentro de un saco de
nylon en la macabra caseta de ese
cementerio que ahora me resulta repulsivo.
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