Haberte conocido me impregnó de
brisas y marismas escondidas. Eres el
recuerdo de una fría tarde, un aula universitaria; tú, abstraída entre los bits
de una PC, y yo, un poco anticuado para
tanto desenfado, esperándote en el auto mientras conversaba insignificancias
con mi chofer y miraba nervioso por el retrovisor.
¡Al fin!
Tu figura menuda, pelo rubio en descuidada cola, minifalda de
mezclilla, blusa breve, zapatillas de marca, bolso de piruja y sonrisa
descarada deambulando en los labios.
Entre la amiga del chofer y
tú, pactos sutiles para este encuentro; nada serio que nos involucrara, solo la
experiencia estridente de una
jovencita atrevida y un señor de sienes
plateadas; veinticuatro y cuarenta,
un universo de quimeras imposibles de pasar por alto; disquisiciones
pospuestas para momentos de mayor moralidad.
El saludo de rigor y el auto
devorando kilómetros. La amante del driver jugando con su alopecia, tú, hablando de cosas triviales y yo mirando
el reflejo de tu rostro apetecido en el espejo interior sin atreverme a más que
a una sonrisa.
Litoral fuera de temporada, arena
colmada de algas, viento frío y nosotros- cercanos y escurridizos- junto al agua, mientras mi piloto, dentro del
lada rojo, hacía de las suyas con su amiga.
Te apoyaste en mi pecho buscando
amparo del afilado norte, y fue bueno. Después acertaste en mis ojos,
y tu aliento dulce penetró los poros de mi rostro hasta los mecanismos
primitivos de mi condición de hombre. Ansioso te besé y te precipitaste cual
fina tigresa tantas veces imaginada.
A la sombra de un mangle, me
hablaste de tu carrera universitaria frustrada en quinto año por aquel viaje al exterior que
siempre posponías; supe de tu
tiempo dedicado a trabajar en Autoayuda, con enfermos del SIDA y mucho más
que apenas recuerdo de tanto deleitarme
en tus ojos de mar
encrespado.
Así nos exploramos, prefiriendo
ocultar lo que pudiera empañar el momento: yo, casado, me declaré en proceso
de divorcio; tú, en breve te marchabas del país y optaste
por el silencio.
Abandonamos el lugar para buscar
refugio del viento y dar riendas sueltas al romance de estreno. Kilómetros
desandados; la chica del chofer, ahora de copiloto; y nosotros, tomados de la mano, en el asiento
trasero.
Cálida habitación, tú hermosa,
divina, y yo,
decidido a conquistar la
incontenible pasión contenida al sur de tu garganta.
Así fue desde entonces; la
difícil cuesta de vernos a escondidas sin comprender que nuestro tiempo se acababa
en los efímeros momentos proporcionados por el lecho de una habitación rentada
y la esperanza improbable de que, esa vez, no fuera la última.
Comencé a sentirte cercana, y sin
sorpresa, me supe enamorado. Entonces
vino la confesión que gravitaba entre los dos; aquello que no te hacía
involucrar más allá del sexo: “me marcho del país”.
Aquella tarde- la última- me invitaste a pasar el fin de año juntos;
dijiste que, al menos nos debíamos eso y que después veríamos, que quizás tu
vuelo del dos de enero se retrasaba;
yo prometí volver antes de
navidad y en mis ojos leíste la utopía.
Puse rumbo a mi vida anterior. Después supe que fueron muy difíciles tus últimos momentos en Cuba, y que tal vez, si
hubiese estado a tu lado como me pediste, no te hubieras ido.
Pasado un tiempo, alguien me mostró tus fotografías, escondida
entre ropas de abrigo, protegiéndote de
ese frío que tanto odiabas; en tus labios una sonrisa forzada y la añoranza a
gritos en el umbral de tus ojos. Te acompañaba un señor de cabellos rubios y
expresión idiotizada. Sonreí con desgano
y comprendí que era mejor así: tú, a tu gélido destino, y yo, a mis asuntos,
sin más testigos de nuestro pasado que una dirección electrónica en mi vieja
agenda del 2006, y nuestros nombres grabados en la corteza de un pino
solitario, bañado de vientos y salitres,
en una playa azotada por las olas del crudo mar de invierno.
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