lunes, 12 de diciembre de 2016

Amores al viento.



Haberte conocido me impregnó de brisas y marismas escondidas. Eres  el recuerdo de una fría tarde, un aula universitaria; tú, abstraída entre los bits de una PC,  y yo, un poco anticuado para tanto desenfado, esperándote en el auto mientras conversaba insignificancias con mi chofer y miraba nervioso por el retrovisor.
¡Al fin!
Tu figura menuda,   pelo rubio en descuidada cola, minifalda de mezclilla, blusa breve, zapatillas de marca, bolso de piruja y  sonrisa  descarada deambulando en los labios.
Entre la amiga del chofer y tú,  pactos  sutiles para este encuentro;   nada serio que nos involucrara,  solo la   experiencia estridente de  una jovencita atrevida  y un señor de sienes plateadas;  veinticuatro y  cuarenta,  un universo de quimeras imposibles de pasar por alto; disquisiciones pospuestas para momentos de mayor moralidad.
El saludo de rigor y el auto devorando kilómetros. La amante del driver jugando con su alopecia,  tú, hablando de cosas triviales y  yo  mirando el reflejo de tu rostro apetecido en el espejo interior sin atreverme a más que a una sonrisa.
Litoral fuera de temporada, arena colmada de algas, viento frío y nosotros- cercanos y escurridizos-  junto al agua, mientras mi piloto, dentro del lada rojo, hacía de las suyas con su amiga.
Te apoyaste en mi pecho buscando amparo del afilado norte, y fue bueno. Después acertaste  en mis ojos,  y tu aliento dulce penetró los poros de mi rostro hasta los mecanismos primitivos de mi condición de hombre. Ansioso te besé y te precipitaste cual fina tigresa tantas veces imaginada.
A la sombra de un mangle, me hablaste de tu carrera universitaria frustrada en quinto año por  aquel viaje al exterior  que  siempre posponías;  supe de tu tiempo dedicado a trabajar en Autoayuda, con enfermos del SIDA y mucho más que  apenas recuerdo de tanto deleitarme en tus  ojos  de mar  encrespado.
Así nos exploramos, prefiriendo ocultar lo que pudiera empañar el momento: yo, casado, me declaré en proceso de  divorcio;  tú, en breve te marchabas del país y optaste por el silencio.
Abandonamos el lugar para buscar refugio del viento y dar riendas sueltas al romance de estreno. Kilómetros desandados; la chica del chofer, ahora de copiloto;  y nosotros, tomados de la mano, en el asiento trasero.
Cálida habitación, tú hermosa, divina,  y  yo,  decidido a  conquistar la incontenible pasión contenida al sur de tu garganta.
Así fue desde entonces; la difícil cuesta de vernos a escondidas sin comprender que nuestro tiempo se acababa en los efímeros momentos proporcionados por el lecho de una habitación rentada y la esperanza improbable de que, esa vez, no fuera la última.
Comencé a sentirte cercana, y sin sorpresa,  me supe enamorado. Entonces vino la confesión que gravitaba entre los dos; aquello que no te hacía involucrar más allá del sexo: “me marcho del país”.
Aquella tarde- la última-  me invitaste a pasar el fin de año juntos; dijiste que, al menos nos debíamos eso y que después veríamos, que quizás tu vuelo del dos de enero se retrasaba;  yo  prometí volver antes de navidad y en mis ojos leíste la utopía.
Puse  rumbo a mi vida anterior. Después supe  que fueron muy difíciles tus  últimos momentos en Cuba, y que tal vez, si hubiese estado a tu lado como me pediste, no te hubieras ido. 
Pasado un  tiempo, alguien me mostró tus fotografías, escondida entre  ropas de abrigo, protegiéndote de ese frío que tanto odiabas; en tus labios una sonrisa forzada y la añoranza a gritos en el umbral de tus ojos. Te acompañaba un señor de cabellos rubios y expresión  idiotizada. Sonreí con desgano y comprendí que era mejor así: tú, a tu gélido destino, y yo, a mis asuntos, sin más testigos de nuestro pasado que una dirección electrónica en mi vieja agenda del 2006, y nuestros nombres grabados en la corteza de un pino solitario, bañado de vientos y salitres,  en una playa azotada por las olas del crudo mar de invierno.

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