miércoles, 7 de diciembre de 2016

Historias y leyendas. La loma del Chivo



 
Desde niño supe que La Loma del Chivo era un sitio  para no ser visitado, ni siquiera de día.
Al lugar se llegaba por  un camino rodeado de vegetación raquítica, compuesta de pequeños robles y peralejos, que conducía a  las demás estancias de la comarca. El sendero se empinaba por sobre suaves colinas adentrándose  en la vegetación frondosa de La Loma.
Aun con el sol en medio del cielo, la luz no traspasaba la bóveda de ramas que se extendía por unos 500 metros hasta desembocar  en una sabana en declive,  detenida  en  el poblado de El Roble, donde estaba la bodega y las dependencias de la cooperativa.
Cuando alguien se adentraba en la vereda de La Loma del Chivo  a pleno día lo hacía con paso rápido y una mezcla de respeto y temor por aquella oscuridad dentro de tanta explosión de luz,  y no cesaba la inquietud hasta llegar al otro extremo, donde el canto de los pájaros y el arriar de bueyes en la distancia le devolvían la capacidad de respirar con tranquilidad y continuar el camino, sin mirar  atrás.
De noche no se iba por allí. Los caminantes que necesitaran llegar a Monte Malo o Santana, lo hacían dando un rodeo por el Encinal, por la finca de los Ajete, antes que aventurarse  por aquel sendero.
La reputación de La Loma del Chivo venía de antaño. Cuentan que en las mañanas los campesinos encontraban  a la orilla del camino, entre las raíces de una caoba, el vacío de un cuerpo pequeño, moldeado en la hojarasca. Rompían esa especie de nido y al otro día lo volvían a topar, como si un niño hubiese dormido allí  toda la noche. Un atardecer la maestra del lugar, regresando a casa, perdió el sentido al echársele encima una especie de manto frío que surgió de la espesura. Fue encontrada por vecinos y familiares que salieron en su búsqueda producto a la demora.
Otro dato curioso es el que aportan los monteros sobre el lugar; cuentan que nunca se les dio el caso de una vaca perdida en las frondas de la Loma del Chivo; tal como si  evitaran la sombra de sus árboles, y que en noches sin luna, los caballos se negaban a entrar a la vereda,  a pesar de emplear las espuelas contra sus hijares. Las bestias se encabritaban  y piafaban pero, en cuanto les aflojaban las riendas,  viraban por el camino sin atreverse a cruzar aquella oquedad del bosque.
Mi abuelo vivió en el lugar desde el año 46.  Como todos los pobladores, respetó las leyendas de la Loma, pero nunca vio algo que pudiera catalogarse como sobrenatural.  Una tarde del 63 lo llamaron de El Roble para recoger unos sacos de abono que le habían asignado. La noticia llegó después de almuerzo y, como el sol estaba bravío, decidió esperar unas horas para enyugar los bueyes, enganchar el carretón y salir para  la casa de Naco, donde descargaban el fertilizante. Mi tío tendría  unos cinco años y se fue con él.
Entre ida y regreso lo sorprendió el atardecer con  sol perdiéndose por entre los manglares de la costa.
Pese a la vara de garrocha manejada a diestra y siniestra, el afán de pasar la Loma del Chivo con alguna luz, los animales no daban más de lo que la pesada carga les permitía. Quedaba la posibilidad de desviarse por el camino de Los Ajete, pero existía el  riego de quedar atascado en el arroyo. No quedaba más remedio que seguir y atravesar la fatídica vereda. 
El viejo sentó al chico a su lado y continuó el avance. La subida era larga y los animales estaban en las últimas.
La entrada a la vereda de la Loma era una boca oscura cuando la enfilaron con noche cerrada. Por instinto, los animales trataron de detener la marcha, pero el pincho de la vara en sus cuartos traseros los hizo lanzarse con ciega rabia hacia delante como única vía de evitar aquella avispa que les provocaba tantos sufrimientos.
Desde el centro de la vereda comenzaron a ver un resplandor a lo lejos, en la salida del túnel vegetal.
Pipo, ¿Qué es eso?
Parece que están quemando el pajón.
Los bueyes avanzaban  azorados por el castigo recibido y el ruido del las llantas contra los guijarros semejaba un molino de maíz en plena faena. Al acercarse a la salida se percataron que, del resplandor o hierbas quemadas no había ni rastros. Justo a la derecha, al lado de un almácigo retorcido que marcaba el fin del túnel, había un torito bermejo que comenzó a caminar por entre las yerbas, paralelo al carretón. Todo parecía normal y el viejo pensó que se trataba de alguna res extraviada. Intentando distinguirlo con detalles en la penumbra de la noche que caía notó con una mezcla de sorpresa y estupefacción que, el animal, o lo que fuera, estaba creciendo.
No dejó que el espanto lo dominara; Rodeó la cabeza del chico con sus brazos y azuzó los bueyes. Ya el toro era del alto del monte.
En un recodo del camino, dobló para la talanquera de su finca y no miró atrás. Cuando llegó a la casa los perros lo recibieron con gruñidos y un espeso olor a  carnes podridas saturaba el ambiente.  Se llenó de valor y, mientras desenyugaba los bueyes, miró para la Loma del Chivo. Una refulgencia gigantesca la iluminaba.  Su mujer, que había salido al patio a recibirlo, le comentó:
“Parece que están quemando el pajón”.

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