Desde
niño supe que La Loma
del Chivo era un sitio para no ser
visitado, ni siquiera de día.
Al
lugar se llegaba por un camino rodeado
de vegetación raquítica, compuesta de pequeños robles y peralejos, que conducía
a las demás estancias de la comarca. El
sendero se empinaba por sobre suaves colinas adentrándose en la vegetación frondosa de La Loma.
Aun
con el sol en medio del cielo, la luz no traspasaba la bóveda de ramas que se
extendía por unos 500
metros hasta desembocar
en una sabana en declive,
detenida en el poblado de El Roble, donde estaba la
bodega y las dependencias de la cooperativa.
Cuando
alguien se adentraba en la vereda de La
Loma del Chivo a pleno
día lo hacía con paso rápido y una mezcla de respeto y temor por aquella
oscuridad dentro de tanta explosión de luz,
y no cesaba la inquietud hasta llegar al otro extremo, donde el canto de
los pájaros y el arriar de bueyes en la distancia le devolvían la capacidad de
respirar con tranquilidad y continuar el camino, sin mirar atrás.
De
noche no se iba por allí. Los caminantes que necesitaran llegar a Monte Malo o
Santana, lo hacían dando un rodeo por el Encinal, por la finca de los
Ajete, antes que aventurarse por aquel sendero.
La
reputación de La Loma
del Chivo venía de antaño. Cuentan que en las mañanas los campesinos
encontraban a la orilla del camino,
entre las raíces de una caoba, el vacío de un cuerpo pequeño, moldeado en la
hojarasca. Rompían esa especie de nido y al otro día lo volvían a topar, como
si un niño hubiese dormido allí toda la
noche. Un atardecer la maestra del lugar, regresando a casa, perdió el sentido
al echársele encima una especie de manto frío que surgió de la espesura. Fue encontrada
por vecinos y familiares que salieron en su búsqueda producto a la demora.
Otro
dato curioso es el que aportan los monteros sobre el lugar; cuentan que nunca
se les dio el caso de una vaca perdida en las frondas de la Loma del Chivo; tal como
si evitaran la sombra de sus árboles, y
que en noches sin luna, los caballos se negaban a entrar a la vereda, a pesar de emplear las espuelas contra sus
hijares. Las bestias se encabritaban y
piafaban pero, en cuanto les aflojaban las riendas, viraban por el camino sin atreverse a cruzar
aquella oquedad del bosque.
Mi
abuelo vivió en el lugar desde el año 46.
Como todos los pobladores, respetó las leyendas de la Loma, pero nunca vio algo que
pudiera catalogarse como sobrenatural.
Una tarde del 63 lo llamaron de El Roble para recoger unos sacos de
abono que le habían asignado. La noticia llegó después de almuerzo y, como el
sol estaba bravío, decidió esperar unas horas para enyugar los bueyes,
enganchar el carretón y salir para la
casa de Naco, donde descargaban el fertilizante. Mi tío tendría unos cinco años y se fue con él.
Entre
ida y regreso lo sorprendió el atardecer con
sol perdiéndose por entre los manglares de la costa.
Pese
a la vara de garrocha manejada a diestra y siniestra, el afán de pasar la Loma del Chivo con alguna
luz, los animales no daban más de lo que la pesada carga les permitía. Quedaba
la posibilidad de desviarse por el camino de Los Ajete, pero existía el riego de quedar atascado en el arroyo. No
quedaba más remedio que seguir y atravesar la fatídica vereda.
El
viejo sentó al chico a su lado y continuó el avance. La subida era larga y los
animales estaban en las últimas.
La
entrada a la vereda de la Loma
era una boca oscura cuando la enfilaron con noche cerrada. Por instinto, los
animales trataron de detener la marcha, pero el pincho de la vara en sus
cuartos traseros los hizo lanzarse con ciega rabia hacia delante como única vía
de evitar aquella avispa que les provocaba tantos sufrimientos.
Desde
el centro de la vereda comenzaron a ver un resplandor a lo lejos, en la salida
del túnel vegetal.
Pipo,
¿Qué es eso?
Parece
que están quemando el pajón.
Los
bueyes avanzaban azorados por el castigo
recibido y el ruido del las llantas contra los guijarros semejaba un molino de
maíz en plena faena. Al acercarse a la salida se percataron que, del resplandor
o hierbas quemadas no había ni rastros. Justo a la derecha, al lado de un
almácigo retorcido que marcaba el fin del túnel, había un torito bermejo que
comenzó a caminar por entre las yerbas, paralelo al carretón. Todo parecía
normal y el viejo pensó que se trataba de alguna res extraviada. Intentando
distinguirlo con detalles en la penumbra de la noche que caía notó con una
mezcla de sorpresa y estupefacción que, el animal, o lo que fuera, estaba
creciendo.
No
dejó que el espanto lo dominara; Rodeó la cabeza del chico con sus brazos y
azuzó los bueyes. Ya el toro era del alto del monte.
En
un recodo del camino, dobló para la talanquera de su finca y no miró atrás.
Cuando llegó a la casa los perros lo recibieron con gruñidos y un espeso olor
a carnes podridas saturaba el
ambiente. Se llenó de valor y, mientras
desenyugaba los bueyes, miró para la
Loma del Chivo. Una refulgencia gigantesca la iluminaba. Su mujer, que había salido al patio a
recibirlo, le comentó:
“Parece
que están quemando el pajón”.
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