Escribir sobre aquellos días "luminosos y tristes" no es nada fácil.
El sol despunta por sobre los pinares que rodean la villa mambisa.
Hombres, mujeres y niños transitan cabizbajos; hoy los labios no dibujan
sonrisas y las palabras salen entrecortadas. Un fino murmullo se empina
por sobre los tejados y en las gargantas se agolpa el nombre de Fidel.
Entre las manos, pequeños ramilletes que protegen del viento. Sin
prisa, se acercan a la efigie guerrillera en la sala de la esbelta
casona colonial.
Los jóvenes escoltan al combatiente de la Sierra Maestra; botas
profundas, mirada lejana y fusil al hombro forman parte del familiar
atuendo que distingue a la libertad.
La costumbre de sentirlo en cada acto cotidiano, hoy se torna
diferente; el aire y hasta la paradigmática foto, huelen a despedida.
Fuera del recinto crece la multitud. Miles de firmas refuerzan un
concepto que sobrepasa los picachos de su encendida prosa: es nueva
orden, comando de futuro, filosofía de resistencia, decoro y honestidad.
Es su legado.
Alguien se pregunta, qué hacer ahora que él no está. Y la respuesta
no se hace esperar: "Continuar sin falta- dice una mujer negra, esbelta
como las palmas reales- siempre adelante, para adueñarnos de su luz, de
su fe en la justicia y de su inmenso corazón".
Llegan noticias de todas partes; dan cuenta del dolor que cubre valles y montañas en el noroccidente de Pinar del Río.
De entre todo lo creado por la Revolución, el pueblo escogió las
escuelas para el último adiós. "Santuarios que guardan la más dedicada
de sus obras- dice una maestra- la que perdura, la que enseña a leer
para poder creer".
Todo es sencillo, como él mismo: un cuadro en blanco y negro, la
bandera cubana, el olor a tiza, un busto de Martí, y las flores.
Los campesinos concurren a la despedida; llegan con gran pena en la
mirada, se descubren y juran defender la obra del hermano mayor.
Los más pequeños no comprenden: escuchan que, el hombre de la barba
cana, sonrisa dulce y capote verdeolivo, ya no está. Los mayores
explican- con más paciencia de lo usual- que, "en realidad no ha muerto,
que vive en cada uno de nosotros".
_"Cuando sean grandes- dicen- lo comprenderán", y lágrimas mal disimuladas surcan recias mejillas.
Antiguos compañeros de lucha se presentan para al réquiem definitivo:
Joaquín, en su silla de ruedas, Emilio, sostenido por sus nietos,
Zoraida que no cesa de llorar. También los médicos y las enfermeras-
todos de blanco- inclinan la frente ante el jefe, el amigo, el padre
bondadoso que parte al infinito.
No faltan los niños, porque de ellos es Fidel, más que de nadie;
"Futuro de la Patria"- así les llama, y sabrán honrarlo sin cultos
desmedidos, a la diestra del Apóstol, para que ambos elogien o regañen,
como debe ser si se quiere vivir con dignidad y sabiduría.
Nervioso me descubro y a la usanza del soldado, me cuadro y no puedo
evitar el insistente viento que penetra raudo y hace llorar mis ojos.
Llevo mi diestra a la sien y murmuro un, "Hasta siempre, Comandante".
Respiro profundo y parto a escribir estas líneas urgentes que de ningún
modo estarán en pasado, porque Fidel, sigue aquí.
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